sábado, 31 de agosto de 2024

Édouard Schuré - El Logos y el Mundo

 

Ahora tratemos de remontamos, por la contemplación del desenvolvimiento humano, hasta el Logos, que ha creado nuestro mundo; y volvamos, con ese fin, sobre los pasos de esta evolución hasta cierto punto. La ciencia exotérica actual remonta históricamente hasta la edad de piedra, durante la cual el hombre vivió en las cavernas, sin conocer otra arma que las piedras talladas. Su vida era simple, su horizonte estrecho, su pensamiento limitado a la defensa de la vida y a la búsqueda del alimento. La ciencia oculta llega más allá de esta edad de piedra, a otra época de la humanidad, la de los hombres que habitaron el continente llamado Atlántida.

Ellos se distinguieron de la humanidad posterior por su aspecto físico. El hombre prehistórico -el hecho es conocido- presenta ya una parte frontal no desarrollada, porque el desenvolvimiento de la parte anterior de la frente prosigue paralelamente al del cerebro y al del pensamiento. El cerebro físico era, en otros tiempos, mucho más pequeño que la parte etérica, que excedía por todas partes. En el curso de la evolución, las proporciones de las dos cabezas se aproximaron. Cierto punto del cerebro etérico, que se encuentra hoy en el interior del cráneo, entonces era exterior. Hubo un momento en la evolución de los atlantes, que duró muchos millones de años, y en que este punto se interiorizó. Este momento es capital porque desde que el hombre comenzó a pensar, a conocerse, a decir «yo», comenzó también a combinar, a calcular, lo que no había podido hacer antes. Por lo contrario, los primeros atlantes poseían una memoria más fiel, más impecable. Toda su ciencia reposaba no sobre las relaciones de los hechos, sino sobre la memoria de los hechos. Sabían, por la memoria, que cierto acontecimiento ocasionaba siempre una serie de otros; pero no captaban la causa, de esos hechos, y no podían pensar en ellos. La idea de causalidad no existía en ellos más que en estado embrionario. A esta poderosa facultad de memoria, agregaban otra no menos preciosa: la fuerza de voluntad. El hombre de hoy, no puede actuar directamente por su voluntad, sobre las fuerzas de la vida. No sabe, por ejemplo, apresurar, por su voluntad, el crecimiento de las plantas. El Atlante lo podía y hasta sacaba de las plantas una fuerza etérica que sabía emplear. Ello hacía por instinto, sin la ayuda del conocimiento y del razonamiento preciso que llamamos hoy espíritu científico. A medida que apareció la fuerza intelectual en el Atlante, con la reflexión, el cálculo, el pensamiento, sus facultades instintivas y clarividentes declinaron.

Si nos remontamos aun más hacia atrás, en la historia de los atlantes, llegamos a una época muy remota en que les fue posible la expresión por el lenguaje, es decir, por los sonidos articulados. Este momento corresponde a aquel en que el hombre aprendió a marchar erguido. Porque el lenguaje no puede aparecer más que en los seres que tienen el cuerpo erecto.

Es necesario poder tenerse erguido para pronunciar sonidos articulados. Antes que existiera el continente y la gran raza atlante, de donde salieron todas las razas de Europa y de Asia, hubo otro continente y otra raza humana, la cual estaba todavía sumergida en la animalidad: la de los Lemures. La ciencia no la admite aún sino como una hipótesis; sin embargo, ciertas islas al sur de Asia y al norte de Australia, son testimonio de ella, porque son los restos metamorfoseados del antiguo continente lemur.

La temperatura era, en esas épocas, mucho más elevada que en nuestros días. La atmósfera era vaporosa, formada por aire y agua, surcada por innumerables corrientes. Encontramos aquí seres humanos rudimentarios, que respiraban no por la boca, sino por branquias. En la evolución humana los órganos no cesan de transformarse, de cambiar de naturaleza y de objeto; así el hombre primitivo marchaba en cuatro patas y carecía aún de sonidos articulados para hablar y de oídos para oír. Tenía, además, para moverse en el elemento semilíquido, semigaseoso que lo rodeaba, un órgano que le servía de aparato para flotar y nadar. Cuando los elementos se separaron y el hombre se mantuvo erguido sobre la tierra firme, ese órgano se transformó en pulmones, sus branquias en orejas, sus miembros delanteros en brazos y manos, libres instrumentos de trabajo. Además, adquirió la palabra articulada.

Esta transformación fue de una importancia capital para la humanidad. En el «Génesis» podemos leer (Cap. VI.7), que «El Eterno Dios sopló en las narices del hombre el aliento de vida, y el hombre recibió un Alma Viviente». Este pasaje describe el momento de la Evolución en que las branquias del hombre se transformaron en pulmones, cuando comenzó a respirar el aire exterior. Con la facultad de respirar adquirió a la vez un Alma interna y con ella la posibilidad de sentirse dentro de sí mismo, a la vez que de sentir el YO viviente en el alma.
Una vez que el hombre comenzó a aspirar el aire por sus pulmones vio fortificarse su sangre, lo que permitió que las almas superiores al alma colectiva de los animales, almas ya individualizadas por el principio egóico, pudieran encarnarse en él para arrastrar toda la evolución hacia sus fases plenamente humanas y luego divinas. Estas almas no hubieran podido encarnarse jamás antes de que los cuerpos aspiraran aire, porque el aire es un alimento anímico. En este tiempo el hombre aspiró literalmente del Alma Divina que le vino del Cielo. Las palabras del «Génesis», consideradas en sentido evolutivo de la especie humana, deben ser tomadas literalmente. Respirar es lo mismo que espiritualizarse. De ahí proceden los ejercicios del antiquísimo yoga del Oriente, basados en el ritmo de la respiración que permite que el cuerpo se haga permeable al espíritu que en él reside. Mediante la respiración comulgamos y nos unimos con el Alma del Mundo. El aire que aspiramos es la vestidura corporal de esta alma superior, así como la carne de nuestro cuerpo constituye la vestidura de nuestro Ser inferior.
Estos cambios respiratorios marcan el pasaje de la antigua conciencia, que sólo estaba animada por imágenes, como si fuera un espejo, a la conciencia actual que recibe del cuerpo las percepciones sensibles y les quita su carácter objetivo. La conciencia imaginativa no podía reflexionar sobre un objeto, sino que se forjaba un contenido interior mediante una fuerza plática nacida de ella misma. Cuanto más retrocedemos hacia el pasado, tanto más nos es dable comprobar que el alma del hombre no estaba dentro de él, sino en torno de él. Podemos alcanzar un punto en que descubrimos que los órganos sensoriales no existían más que germinalmente, en el cual el hombre sólo percibía de los objetos externos una impresión de atracción o de repulsión, de simpatía o de antipatía. Y este ser que no era todavía un hombre, en el sentido que nosotros damos hoy a esta palabra, sino apenas un germen del hombre, dirigía sus movimientos de acuerdo con esas atracciones y repulsiones. No tenía razonamiento alguno y la glándula pineal, que antes había sido un órgano esencial, constituía por sí sola el cerebro entero.

En el hecho de esta conciencia imaginativa se encuentra la respuesta a todas las discusiones filosóficas acerca de la objetividad o de la realidad del mundo y la refutación de las filosofías puramente subjetivistas como las de Berkeley. El Universo y el hombre son, a la vez, subjetivos y objetivos. Estos dos polos del Ser y de la Vida son necesarios a la Evolución. Lo subjetivo universal se convierte en el Universo objetivo gradualmente, y el hombre procede de lo subjetivo a lo objetivo por la constitución gradual de su cuerpo físico y luego retorna de lo objetivo a lo subjetivo por el desenvolvimiento de su Alma superior, «Manas», de su Espíritu Viviente, «Budhi», y de su cuerpo espiritual, «Atma». La conciencia que tenemos en estado de sueño es una supervivencia atávica de la conciencia imaginativa del pasado.

Una particularidad de esta conciencia imaginativa es que es creadora. Puede crear, en toda su realidad propia, formas y colores que no existen en la realidad física. La conciencia objetiva es analítica y la conciencia subjetiva es plástica y constituye una fuerza mágica, como bien lo deja entrever su etimología, «Imagen». Acabamos de ver cómo la conciencia objetiva y analítica del hombre sucedió a la conciencia subjetiva plástica. El proceso por el cual el alma que antes envolvía el cuerpo físico como una nube, penetra luego en él, puede compararse al de esos animalitos que primeramente secretan su propia concha y luego se meten dentro de ella. Así fue cómo el Alma penetra en el cuerpo que primeramente había modelado y en el cual ella misma había preparado anticipadamente los órganos de percepción necesarios.

La fuerza de la visión de que nuestro ojo está dotado actualmente, es la misma fuerza que antes se ejerció sobre él desde el exterior para construirlo. La inversión de la actividad del Alma que de externa se convierte en interna, siempre ha quedado marcada por un jeroglífico: el de dos torbellinos en sentido contrario, uno hacia adentro y otro hacia afuera, en la forma en que se escribe el signo zodiacal de Cáncer. Este signo marca siempre el fin de una orientación y el comienzo de otra en sentido inverso. A mediados de la tercer época terrestre, o sea, la época Lemúrica, es cuando el Alma entró en la morada que ella misma se había constituido y la animó desde el interior. Si nos remontamos más allá de ese tiempo, nos encontramos en presencia de una humanidad puramente astral, viviendo igualmente en una tierra astral. Más atrás aun, el hombre y la tierra eran puramente devakánicos. El hombre no tenía entonces ni siquiera una conciencia imaginativa, sino que vivía en los pensamientos puramente cósmicos. Su alma superior estaba todavía mezclada con todo el Universo, participando del pensamiento universal.

Cuanto más nos remontamos hacia el desenvolvimiento paralelo de la tierra y del hombre, tanto más los encontramos en estado fuidico y embrionario, y tanto más se aproximan al puro estado espiritual. Actualmente hemos llegado al punto más bajo de la curva descendente, la tierra y el hombre han adquirido su mayor grado de solidez y tendrán que comenzar el ascenso mediante la acción de la voluntad individual hacia el estado puramente espiritual.

¿Qué sentido tiene toda esta evolución? ¿Dónde se encontraban los seres que al principio no eran más que gérmenes? ¿De dónde salió el género humano? ¿Quién lo creó? Para poder contestar a todo esto tenemos que dar un paso más que nos revela un grado de vida y de poder de manifestación  superior a la vida humana y planetaria. ¿En qué difiere la vida humana y planetaria de la del Logos? Esta pregunta parece exigirnos algo como un salto hacia lo desconocido, en un universo de otro orden. Sin embargo, existen en nuestro mundo fenómenos análogos que nos permiten comprender, o, por lo menos presentir, el poder creador del Logos.

Supongamos que una inteligencia humana llegara a abarcar todo cuanto le fuera accesible, que tuviera el conocimiento ordenado de toda la experiencia terrestre y de toda la experiencia planetaria. Esa inteligencia podría entonces revivir todas las formas de la evolución, pero no podría, con esa sola fuerza, ir más allá de la aparición del hombre y del sistema planetario del Universo. Permanecería dentro del dominio de la que ha podido experimentar el hombre: nuestra inteligencia no podría sobrepasar ese límite.

Sin embargo, podemos elevarnos a otro estado de conciencia más allá desde la reproducción de las experiencias de la inteligencia. Existen ciertas formas o estados de actividad productora, en las que el espíritu del hombre se convierte en creador y puede dar a luz cosas jamás vistas, completamente nuevas. Tal es el estado del alma del escultor, por ejemplo, en el momento en que concibe o ve, como en un relámpago, ante su espíritu, la forma de una estatua cuyo modelo jamás ha visto. Tal el estado del alma del poeta que concibe una obra maestra de un golpe, en una visión creadora de su espíritu.

Esta fuerza productiva no inspira ideas de orden intelectual, sino sentimientos de orden espiritual. Observemos la gallina que incuba sus huevos. Está completamente absorbida en la incubación y experimenta con ello un sentimiento de voluptuosidad, en el que entrevé, como en un sueño, la eclosión del pollito alado. Esta voluptuosidad de la creación se encuentra en todas las etapas del cosmos y desprende un calor análogo. Si uno se representa la inteligencia universal como el mundo de los pensamientos accesibles al Yo Superior (Manas), se percibe en seguida que esta fuerza del calor que compenetra el Universo, emana de la fuente creadora de toda vida (el Espíritu de Vida, Budji) y así puede presentirse ese mundo de productividad que existía antes que el nuestro, que incubaba, por así decirlo, el nuestro. De esta manera se eleva uno de Manasa Budji y de Budji a Atma. El Verbo que engendró el Yo del hombre, el Microcosmos, es el tercer Logos.

Si entonces se representa uno la fuerza del Yo Superior del hombre -de Manas extendida a todo el Universo, como un calor que engendra la vida, llegaremos al Segundo Logos, que engendra la vida microcósmica, de la cual el alma humana posee un reflejo en sus actividades creadoras (Espíritu Viviente-Budji). Su fuente común es el Primer Logos, el Dios Insondable, el centro de toda manifestación.

Desde los más antiguos tiempos el Ocultismo ha representado estos Tres Logos con los signos siguientes: Primer Logos Segundo Logos Tercer Logos – Dios Macrocosmos Microcosmos resumiéndoles en la cifra 7-7-7, número esotérico de los tres Logos. Su número exotérico es la multiplicación sucesiva de estos tres septenarios evolutivos, o sea 343.