sábado, 31 de agosto de 2024

Édouard Schuré - El Misterio Cristiano

 

Desde los orígenes del Cristianismo y el tiempo de los Apóstoles, la iniciación cristiana ha existido siempre y ha permanecido siempre invariable durante la Edad Media y hasta nuestros días, en gran número de órdenes religiosas así como entre los Rosacruces. Esta iniciación está hecha de ejercicios espirituales que provocan síntomas idénticos e invariables. Las asociaciones que la practican en un profundo secreto son el verdadero hogar de toda la vida espiritual y de todos los progresos religiosos realizados por la humanidad.

La iniciación cristiana es, desde cierto punto de vista, más difícil que la iniciación antigua. Aquella contiene la esencia y la misión del Cristianismo que vino al mundo en el tiempo en que el hombre cumplía el descenso más profundo en la materia. Este descenso se debe conferir a una conciencia nueva; pero salir de esa profundidad, de esa densidad material, reclaman de él un esfuerzo más grande y hace la iniciación más difícil. Es por esto que el Maestro Cristiano exige de su discípulo un grado superior de humildad y devoción.

La iniciación cristiana ha consistido siempre en siete etapas, de las cuales cuatro responden a cuatro estaciones del Calvario. Son:
1º El lavatorio de los pies.
2º La flagelación.
3º La coronación de espinas.
4º Con la cruz a cuestas.
5º La muerte mística.
6º El entierro.
7º La resurrección.

El lavatorio de los pies: Es un ejercicio preparatorio, de naturaleza puramente moral, que se relaciona con la escena en que el Cristo lava los pies a los Apóstoles antes de la fiesta de Pascua. «En verdad os digo, el servidor no es más grande que su Maestro, ni el enviado más grande que aquél que lo enviara» (San Juan XIII). La teología da a este acto una interpretación puramente moral y no ve allí otra cosa que un ejemplo de profunda humildad y abnegación absoluta del Maestro a sus discípulos y a su obra. Los Rosacruces ven eso también ahí, pero con un sentido más profundo que se relaciona con la evolución de todos los seres de la naturaleza. Es una alusión a que la ley de lo Superior es el producto de lo Inferior.

La planta podría decir al mineral: Yo estoy por encima de ti, porque tengo la vida que tú no tienes, pero sin ti yo no podría existir, porque es de ti que saco los jugos que me nutren. Y el animal podría decir a la planta: Yo estoy por encima de ti, porque tengo una sensibilidad, pasiones, movimientos voluntarios que tú no tienes, pero sin el alimento que tú me das, sin tus hojas, tus hierbas y tus frutos no podría vivir. Y el hombre debería decir a las plantas: Estoy por encima de ti, pero te debo el oxígeno que respiro; debería decir a los animales: tengo un alma que no tenéis vosotros, pero somos hermanos y compañeros y nos adiestramos en la evolución universal. El sentido esotérico del lavatorio de los pies es, pues, que Jesucristo, el Mesías, el Hijo de Dios, no podría ser sin los Apóstoles.

El discípulo que ha meditado sobre ese tema durante meses y tal vez años, obtiene la visión del lavatorio de los pies en el plano astral durante el sueño.

Entonces puede pasar al segundo grado de la Iniciación Cristiana. La flagelación. Durante esta etapa, el hombre aprende a resistir el azote de la vida. Esta nos trae sufrimientos de toda clase: físicos, morales, intelectuales y espirituales. En esta fase, el discípulo siente la vida como una aterradora e incesante tortura. El debe soportar con una perfecta equidad de alma y un coraje estoico. Debe cesar de tener miedo tanto físico como moral. Cuando ha llegado a no temer, entonces ve en sueño la escena de la flagelación. En el curso de otra visión se ve asimismo como Cristo Flagelado.

Este acontecimiento es acompañado por ciertos síntomas de la vida física y se traduce por una hiperestesia de toda sensibilidad, una ampliación del sentido universal de la Vida y del Amor.

Un ejemplo de esta sensibilidad sobre-agudizada, transportada al mundo de la inteligencia, se encuentra en la vida de Goethe. Después de largos estudios osteológicos sobre el esqueleto del hombre y los de los animales, así como observaciones comparadas sobre los embriones, Goethe llegó a la conclusión de que un hueso intermaxilar debía existir en el hombre. Antes de él, se negaba que en la mandíbula superior del hombre se encontraba el hueso intermaxilar. El mismo cuenta que cuando hizo el descubrimiento de que ese hueso existía realmente en la mandíbula humana, visible todavía por una sutura, tuvo un sobresalto de alegría y una especie de éxtasis que él llama uno de los más maravillosos transportes de su vida.

Durante su viaje a Italia, Goethe tuvo el mismo sentimiento cuando frente a los restos de un cráneo de carnero le vino esa otra idea, más maravillosa todavía para la evolución humana, idea que se puede llamar a la vez esotérica y darwiniana, de que el cerebro humano, centro de la inteligencia, precedido por el cerebelo, centro de los movimientos voluntarios, es una floración y una expansión de la médula espinal, como la flor es una expansión y una síntesis de la raíz y el tallo. ¿Por qué hizo Goethe esos maravillosos descubrimientos que por sí solos le valdrían la inmortalidad?

Por su gran inteligencia, sin duda, pero también por su simpatía vibrante y profunda por todos los seres y toda la naturaleza. Esta sensibilidad es un refinamiento y una extensión de las fuerzas de la vida y de las del amor. Corresponde al segundo grado de la Iniciación Cristiana: es la recompensa de la prueba de la Flagelación. El hombre adquiere con ella un sentido del amor para todos los seres, que lo hace vivir dentro de la naturaleza.

La coronación de espinas. Aquí el hombre debe aprender a afrontar el mundo, moral e intelectualmente, a soportar el desprecio cuando se ataca lo que es más caro. Saber permanecer de pie cuando todo lo abruma, saber decir sí cuando todo el mundo dice no, he ahí lo que es necesario aprender antes de ir más lejos. Se produce entonces un síntoma nuevo: es la disociación, o mejor dicho, el poder de disociar momentáneamente tres fuerzas que en el hombre están siempre ligadas: la voluntad, la sensibilidad, la inteligencia. Es necesario aprender a separarlas o unirlas a voluntad. Por ejemplo, en tanto que un acontecimiento exterior espontáneamente nos colme de entusiasmo, no estamos maduros. Porque ese entusiasmo producido por un acontecimiento no viene de nosotros y hasta puede ejercer sobre nosotros una influencia devastadora de la cual no somos dueños. El entusiasmo del discípulo debe encontrar su solo origen en las profundidades de la vida mística. Es necesario, pues, poder permanecer impasible ante todo acontecimiento, cualquiera que sea. Así solamente se adquiere la libertad.

Esta separación entre la sensibilidad, la inteligencia y la voluntad produce en el cerebro un cambio caracterizado por el coronamiento de espinas. Para pasarlo sin peligro, es necesario que las fuerzas de la personalidad hayan sido suficientemente ejercitadas y perfectamente equilibradas. Si no sucede así, o el discípulo tiene un mal guía, este cambio puede engendrar la locura. Porque la locura no es otra cosa que esta disociación operada fuera de la voluntad y sin que la unidad pueda ser restablecida por una voluntad interna. Por el contrario, el discípulo se entrega para hacer cesar esta disociación cuando él lo quiere. Un relámpago de su voluntad restablece el vínculo entre los órganos y las actividades de su alma, entre tanto que en el loco, el desgarramiento puede llegar a ser irremediable y causar una lesión física en los centros nerviosos.

En el curso de la etapa llamada la corona de espinas en la Iniciación Cristiana, se produce un fenómeno formidable que lleva el nombre de Guardián del Umbral y que se puede llamar también la aparición del doble inferior del ser espiritual del hombre, hecho de sus voluntades, de sus deseos y de su inteligencia, aparece entonces al iniciado bajo una forma visible en sus sueños, y esta forma es a veces repugnante y terrible porque es un producto de sus pasiones buenas y malas y de su Karma. Ella es su personificación plástica sobre el plano astral. Es el mal piloto del libro de los muertos de los egipcios. El hombre debe vencerlo para encontrar su Yo Superior. El Guardián del Umbral que fue un fenómeno de visión astral hasta en los más antiguos tiempos, el origen primitivo de todos los mitos sobre la lucha del héroe con el monstruo de Perseo y de Hércules con la Hidra de San Jorge y de Sigfrido con el dragón. La irrupción prematura del astral y la súbita aparición del doble Guardián del Umbral, pueden conducir a la locura a aquel que no ha sido bien preparado y que no ha tomado todas las precauciones impuestas al discípulo.

 

La portación de la Cruz se relaciona también simbólicamente con una virtud al alma. Esta virtud, que consiste en cierto modo en llevar el mundo sobre su conciencia, como Atlas llevaba el cielo sobre su cabeza, podría llamarse el sentimiento de identificación con la tierra y todo lo que ella encierra. Se llama en la iniciación oriental el fin del sentimiento de separatividad. Los hombres se identifican en general, sobre todo el hombre moderno con su cuerpo (Spinoza, en su Etica, llama a la primera idea fundamental del hombre: la idea del cuerpo en acto), el discípulo debe cultivar esta idea de que en el conjunto de las cosas su cuerpo no es más importante para él que cualquier otro cuerpo, sea de él, de un animal, una tabla o un pedazo de mármol. El yo no acaba en la piel: se une al organismo universal como nuestra mano al conjunto de nuestro cuerpo. ¿Qué sería la mano sola?: un girón. ¿Qué haría el cuerpo de hombre sin la tierra sobre la cual se apoya, sin el aire que respira? Moriría, porque él no es más que un pequeño órgano de esta tierra y de esta atmósfera. He aquí por qué el discípulo debe sumergirse en cada ser e identificarse con el Espíritu de la tierra.

También es Goethe el que ha dado de esta etapa una grandiosa descripción en el principio de su Fausto, cuando el Espíritu de la Tierra, al que aspira Fausto, se le aparece y dice: En las ondas de la Vida, acción y tempestad.
Yo me elevo, yo desciendo.
Yo corro, yo vuelvo,
Nacimiento y muerte,
Un mar eterno,
Un torbellino cambiante,
Una llama de Vida;
Así trabajo en la trama de los tiempos,
Y tejo el vestido viviente de Dios.

Identificarse con todos los seres no quiere decir despreciar su cuerpo, sino llevarlo como una cosa exterior, como el Cristo llevaba la Cruz. Es necesario que el Espíritu tenga el cuerpo, como la mano tiene el martillo. El discípulo entonces se hace consciente de las fuerzas ocultas que existen en su propio ser. Puede, por ejemplo, en el curso de su meditación, producir los estigmas sobre su piel. Es el signo de que está preparado para la quinta etapa, en que se le revela en una repentina iluminación.

La Muerte Mística. Presa del más grande sufrimiento, el discípulo se dice: Reconozco que todo el mundo de los sentidos no es más que una ilusión. El tiene, verdaderamente, la sensación de morir y de descender en las tinieblas. Pero entonces se desgarran las tinieblas y aparece una nueva luz: brilla la luz astral. Es la ruptura del velo del Templo. Esta luz no tiene nada de común con la luz del sol. Brota de dentro de las cosas y del hombre. La sensación que ella produce no se parece en nada a la de la luz de fuera.

Para formarse una idea de ella, empleamos la comparación siguiente. Que uno se figure que, alejándose de una ciudad tumultuosa, penetra en una espesa floresta. Gradualmente los ruidos se apagan y el silencio se hace completo. Se llega hasta percibir lo que está más allá del silencio, a franquear ese punto cero donde ha caído todo ruido exterior. El sonido recomienza del otro lado de la vida para el oído interno. Tal es la experiencia vivida por el alma que penetra en el mundo astral. Ella está en contacto con la cualidad inversa de las cosas que conoce, lo mismo que debajo del cero o entre una orden creciente de números negativos.

Es necesario haberlo perdido todo para reconquistarlo todo, hasta la propia existencia. Pero en el momento en que se pierde todo, aparece que él es el que se mata a sí mismo y que es el autor de su nueva Vida. Es la Muerte Mística. Cuando se ha pasado por ella, ha venido el tiempo de: El enterramiento. El hombre se siente allí penetrado por el sentimiento de que extraño, ajeno a su propio cuerpo, no forma más que uno con el planeta. Está amalgamado o fundido con la tierra y se reconoce a sí mismo y vuelve en sí en la vida planetaria.

La Resurrección. Es un sentimiento inefable, imposible de describir más que entre los muros del Templo. Porque esta última etapa está por encima de toda palabra y falla toda comparación. Llegado a este punto se adquiere el poder de curar. Pero es necesario decir que aquel que posee tiene al mismo tiempo el poder inverso de producir la enfermedad. Porque lo negativo acompaña siempre a lo positivo. De ahí viene la gran responsabilidad legada a este poder que se puede caracterizar así: la palabra creadora sale del alma ardiente.